24 mayo, 2017

Del pan, el vino y el aceite

Bodegón Claude Monet Pan,Aceite,Vino
El pa amb olí es tan fácil de hacer, que son muy pocos los que saben hacerlo

GASTRONOMÍA. Pan, aceite y vino conformaron en la antigüedad y en toda la cuenca mediterránea un fantástico ménage-à-trois que pervivió durante dos mil años sin intromisiones. En el siglo XVI, sin embargo, mientras traspasábamos el cultivo del olivo al Nuevo Mundo, desde él nos llegó, vía Cádiz y Sevilla, una fruta rosácea, el tomatl azteca al que sólo le cambiamos una letra para añadirlo a la triada de toda la vida. Así se renovó la clásica tríada culinaria que, si al principio fue cocina de pobres, hoy se sirve en los mejores restaurantes como una exquisitez.


La mitología griega explica el origen de la humanidad con una guerra de dioses. El Ática era el ombligo del mundo que se disputaban Zeus, Poseidón y Hades, hermanos que en el Olimpo andaban a tortas, además de Atenea que en aquel lugar plantó un olivo. A la vista del conflicto, los otros dioses decidieron mediar y dieron la razón a la diosa que con el olivo había hecho el mejor regalo a los humanos: el árbol daba madera para que construyeran sus casas, leña para que calentaran sus hogares y alimento en sus bayas negras que, por si fuera poco, proporcionaban un precioso aceite para ungüentos, lubricantes y medicinas. Agradecidos y en honor de la diosa, las gentes del Ática dieron su nombre a la ciudad, Atenas. Mitos al margen, lo que sí confirma la arqueología es que el olivo y el oleastro o acebuche, (olivera borda), ya se cultivaban 5 siglos aC en todas las tierras que quedan entre Líbia y Turquía. Y en los días del gran Alejandro (356-323 aC), las riberas de nuestro mar las definía, más que otra cosa, la omnipresencia del olivo. Griegos, fenicios y romanos extendieron después su cultivo, de manera que conformaron la tríada esencial de la dieta mediterránea que todavía defendemos hoy, 3.000 años después.
En cuanto al pan, el mito cuenta que fue un regalo de la Demeter griega, diosa libia de la siembra que los romanos llamaban Ceres, de la que deriva ´cereal´. En este caso el mito bebía de la realidad, pues Líbia fue el granero de Roma que, para alimentar sus legiones, sobreexplotó la tierra al punto de provocar el primer desastre ecológico conocido. Lo sabemos porque, agostados y empobrecidos los campos libios, los vándalos los despreciaron y atacaron las zonas más productivas de Córcega, Cerdeña y Baleares. Los bellísimos hornos de perfil oriental de nuestras casas materializan y son bellísimos símbolos de aquella arcaica cultura del pan.
Y por lo que se refiere a la viña, tercer elemento de la clásica tríada, la primera referencia la tenemos en el Génesis cuando nos presenta a un Noé borrachín. Las crónicas apuntan que las primeras cepas fueron armenias, pero la patria del vino fue Creta. El inventor de los primeros caldos fue el griego Dionisios, el Baco que los romanos celebraban en las ´bacanales´. Y aunque está probado que los romanos fueron quienes más extendieron el cultivo de la vid, en Ibiza tuvimos viñas mucho antes como nos confirma la arqueología en el hinterland de Yboshim, en los campos de Santa Gertrudis y en muchos otros lugares del interior de la isla. Eran hallazgos previsibles. No sólo porque los púnicos empinaban el codo como pocos, -detalle que Flauvert recoge en ´Salambo´ y que casa con los extensos viñedos de Cartago-, sino porque las fuentes clásicas ya mentaban los olivos y las viñas ibicencas: «Después de Cerdeña, hay en alta mar una isla llamada Pitiüsa, a 3 días y 3 noches de las columnas de Hércules, a un día y una noche de Líbia y a un solo día de Iberia, que cultiva viñas y olivos injertados en acebuches». (Diodoro Sículo. Hist. Bibl. V, 17). La arqueología, mucho antes de que descubriéramos en Ibiza los vestigios de aquellos cultivos, ya había obtenido en los pecios hundidos ánforas vinarias innumerables que dan noticia del vino de Yboshim y del trasiego que generaba su comercio.
No podemos saber si la cultura del pa amb oli, regado con un trago de vino, ya la practicaban fenicios y púnicos, pero no tendría nada de extraño. Y en cualquier caso, tendríamos que sumar la sal como cuarto elemento a la clásica trilogía del vino, el pan y el aceite. Cosa lógica en una isla con salinas que ya explotaban los púnicos para preparar sus salazones. A partir de aquí, cuesta poco imaginase a un ciudadano de Yboshim sazonando con sal sus rebanadas de pan con aceite. En la Ibiza de los primeros tiempos, por tanto, ya serían elementos básicos, en la mesa, el pan, el vino, las aceitunas y la sal, un cuarteto que en la antigüedad tuvo una importancia simbólica notable. En la Biblia vemos que es un brote de olivo lo que lleva en el pico la paloma que anuncia el final del diluvio a Noé; el trascendental significado que tienen el pan y el vino en la Última Cena; y el papel sacramental –es decir, salutífero- de los óleos, del aceite. En cuanto a la sal, la Biblia la menciona 107 veces.

Colonización musulmana

Dejando atrás los primeros tiempos, muchos siglos después, la colonización musulmana de las islas, más que aportar nuevos hábitos, consolida la cultura culinaria de griegos, romanos y fenicios, de la que ellos también formaban parte. Sabemos, por ejemplo, que las nuevas variedades de aceitunas procedentes de Al Andalus se injertaron en los acebuches insulares. En Balàfia, en la Necrópolis del Puig des Molins y en los campos Peralta, los paisajes con olivos guardan todavía la esencia de lo que ha sido y es el Mediterráneo. Cultivo, cultura y culto se abrazan en el olivo que en Ibiza, como en Corcira, no se poda. Prólijo en su libertad, el árbol se retuerce y ramifica en caprichosa arborescencia que, según se mire, es verde plata o de un gris platino maravilloso. El olivo deviene así escultura viva que cincelan soles, lluvias y vientos. Son muchas las casas que en Ibiza conservan aún el primitivo trull de piedra, con su ara, (mota o paramola) y la gigantesca viga que sostiene la muela o rotlo, que, para romper las aceitunas, voltea una mula ciega. La pasta aceitosa colocada en cofins, esportillos planos y redondos, se aplasta con el peso de la jàssena y, finalmente, por un canalón de piedra, gota a gota, deviene el precioso líquido que fluye turbio con un olor crudo y penetrante como a hierba quemada para asentarse en el infern, un depósito donde, poco a poco, el milagroso aceite adquiere su pureza y su tono dorado.
Fuente:diariodeibiza.es
 

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